Proserpina

Historia de musical

Marisol Esteban
photo_camera Marisol Esteban

Llovía a cántaros, estaba de bajón y lo último que me apetecía era arreglarme para salir. Además  llevaba un par de días atascada con el artículo para el periódico y tenía que entregarlo la mañana siguiente. Pero no había excusa que valiera. A mi marido le habían regalado dos entradas Vip para el estreno del musical «Chicago», y le apetecía muchísimo el plan.

    â€”¿Vas a ir así?—me preguntó Fernando a punto de salir por la puerta de casa.

    â€”¿Así, cómo?

    â€”Pensé que te pondrías algo más elegante…

    â€”No seas paleto —le contesté —La gente ya no se acicala para ir al teatro.

Para él había sido tan fácil como vestir su uniforme, el sempiterno traje anodino banquero con corbata. El pan nuestro de cada día. O sea, invisible para mí.

Llegamos más que puntuales al Teatro Apolo y, tras sentarnos en nuestros asientos, fuimos testigos de cómo iban llenándose las filas delanteras. Pareció que tendríamos la suerte de que las tres localidades frente a las nuestras quedaran vacantes, permitiéndonos una visión cómoda y completa de todo el escenario. Pero apenas se apagaron las luces, una pareja bastante mayor ocupó dos de ellas.

    â€”¡Vaya! —le dije a Fernando —Te ha tocado un cabezón.

El hombre, alto y aún de buen porte, obligó a mi marido a inclinar ligeramente el cuerpo hacia su izquierda para mirar a través del hueco hasta el siguiente espectador. La mujer, en cambio, además de ser menudita, apoyó la cabeza sobre el hombro de su pareja de un modo tan cariñoso y delicado, que fijé la mirada en aquel ángulo justo cuando unos metros adelante irrumpía la música dando comienzo la función. Así, desde el primer segundo, a aquella historia sobre avaricia, asesinato y el truculento mundo del espectáculo, se le unió otra sobre ternura y pasión.

La mujer llevaba el cabello recogido y un mechón se escapó, deslizándose por la espalda del hombre, cuando éste inclinó la cabeza para sentir su contacto. En ese momento fue cuando pude ver su perfil, pues se giró un instante para besarle el cuello, y aunque apenas había luz,  supe que era bonita y sexi a pesar de la edad. En cambio, no sé lo que hubiera dado por haber podido entender aquellas palabras masculinas, que en el susurro, provocaron en ella el sonido de   una estampida de pájaros alzando el vuelo. Y a continuación, como si los tres hubiéramos recibido el mismo toque de atención, dirigimos la mirada hacia el frente para seguir el espectáculo. 

Disfrutar, desde luego, lo estaban disfrutando. Pero no podría decir hasta qué punto se estaban enterando de la historia representada. Yo sí debo confesar que por más que obligaba a mis ojos a seguir su trayectoria hacia adelante, cuando quería darme cuenta ya habían vuelto a clavarse en la mano del hombre sobre la pierna de la mujer. Estuve a punto de pasar al asiento libre a mi derecha para verla mejor, pero me resistía a apartarme de sus cuellos, de los susurros y   risas ahogadas cada vez que alguien del público les pedía silencio. Los hombros de ella, cubiertos por una chaquetilla de fino encaje, antes serenos, abandonados al descanso y la protección de su pareja, comenzaron a agitarse febrilmente. Aquella mano masculina, de largos dedos y uñas perfectamente cortadas, habían comenzado abarcando la rodilla femenina al descubierto tras subirle la falda del vestido hasta medio muslo, y lo fascinante era la ausencia de obscenidad en ninguno de sus gestos. Era una mano noble y poderosa que transmitía respeto, pero puedo afirmar que jamás había sido testigo de tan impúdica pasión. Era el modo de apretarla; era ese vacilante movimiento de aquellos dedos que apenas se arrastraban hacia arriba, la tensión de una cadena invisible parecía retenerlos. Yo, con el cuerpo cada vez más inclinado hacia mi derecha y simulando que me rascaba una pierna o desentumecía mi espalda para acercarme más, contemplaba la mirada aparentemente tranquila de aquella mujer recostada sobre el hombro de su amante, subyugando al deseo haciéndolo bailar en la tenue sonrisa de sus labios. Y a más aguantaba ella, más aumentaban los susurros a su oído. 

    â€”Chsssss!!!!!! —volvió a escucharse.

Yo no quería que aquello parara, pues todo lo que ocurría sobre el escenario, con sus luces, voces y bailes, eran solo la banda sonora de la verdadera historia que estaba viviendo. Pero entonces fui testigo de cómo la mujer apretaba las piernas, mientras el resto del público cercano solo escuchaba aquella repentina hilaridad que terminó explotando en una risa tan imposible de controlar que decidieron abandonar sus asientos y salir afuera.

    â€”¡Qué poca vergüenza! — profirió Fernando.

Quedaban solo diez minutos para el fin del primer acto y no imaginaba que volvería a verlos cuando salimos en el descanso para tomar esa copa de cava incluida en la invitación. Estaban sentados en torno a una pequeña mesa redonda sobre la que reposaba una botella de Champán de la que iban rellenando sus copas.

Me era imposible apartar la mirada de aquella pareja tan singular, tan bonita y sofisticada mientras nosotros tomábamos nuestra consumición. Él vestía traje azul índigo con camisa blanca sin corbata, lucía bigote y una cuidada perilla, y aunque tenía sus buenas entradas, aún conservaba gran parte del pelo ya canoso. Ella era tan exquisita que me avergonzó mi atonía. Su vestido de seda color nude hacía contrastar aún más su cabello cobrizo refulgiendo como el fuego, y los ojos de ambos brillaban como las estrellas en un cielo limpio. Deseaba acércame a ellos y, cuando Fernando me avisó de que se iba al baño, ya no pude resistir la tentación. 

Así supe que se llamaban Manuel y Enma, que se conocieron hacía seis años y llevaban dos de casados. Habían cumplido los setenta ( veinticinco años más que nosotros) y así como Manuel nunca había llegado a renunciar al amor, Enma lo había dado por perdido tras dos matrimonios fallidos. Es más, había logrado alcanzar esa serenidad que te proporciona la ausencia de deseo carnal. Había otras muchas cosas de las que disfrutar y una de ellas, era el Arte. Pero como lo que ha de acontecer, ya está escrito, sería precisamente en la exposición de pintura de una prestigiosa Galería donde un madrileño y una limeña recién llegada de Perú, se conocerían. Fue un flechazo y desde entonces su complicidad había seguido en aumento. Respecto al sexo, Manuel declaró que inexplicablemente cada vez era mejor. 

Por supuesto, tanto ellos como yo nos perdimos la segunda parte del musical. Fernando me dijo que estaba loca al expresarle mi deseo de quedarme charlando con ellos en lugar de acompañarlo de nuevo a la platea. Pero horas después, estaría agradeciéndolo. 

No me apeteció ir a ningún bar a picotear algo cuando nos reencontramos a la salida. Deseaba llegar cuanto antes a casa y abrir esa botella de auténtico Champán francés, reservado para una ocasión especial.

    â€”¿Estás segura? —se extrañó mi marido —Con lo terca que te has puesto respecto a la importancia de escribir tu columna, no podrás concentrarte en ella después.

    â€”Ya la tengo —le dije —Solo debo convertirla en palabras, y eso, será mañana.

Le aflojé el nudo de la corbata, y mi beso prendió en sus labios.