La mirada del centinela

La hibris de Sánchez

Es de temer la doctrina cuando echa raíces en la obediencia ciega del pueblo. Ese pulcro respeto a las ideas periclitadas; esa corriente de saberse uno más del montón, el montón de los dormidos; esa sinergia errónea que dicta la propaganda; ese agorero eco que da en pensar fantasías que velan realidades. Así es como medra el miedo que agita la izquierda española, insufla en sus votantes un rigor de consigna, expide un carné de buen obrero con el que sindicarse frente al amo imaginado que amenaza. 

Merece un profundo estudio sociológico el efecto que ocasiona el sanchismo en sus adeptos. No es una novedad, por supuesto, ya se han vivido muchos espejismos políticos a lo largo de la historia; sin embargo, la perversión del gabinete socialista es cosa de dedicarle siquiera un somero ensayo. Será, por ventura, cuestión de las amígdalas, esa almendra incrustada en el cerebro humano que, en el caso de los votantes sanchistas pudiera estar demasiado tostada. No sé, creo que estoy desvirtuando el argumento hablando de frutos secos. 

Sin ánimo de escarnecer a los camaradas del actual presidente del Gobierno, considero que el inquebrantable seguidismo de un conjunto de ideas u opiniones (por lo demás, cambiantes, dependiendo de la utilidad de estas), es una especie de planta enredadera, cuyos sarmentosos tallos trepadores, envuelven la democracia y terminan por asfixiarla. A la izquierda no le va eso de conceder razones al oponente. Me refiero a sus votantes, claro, doy por descontando que un dirigente sanchista nunca cederá en su razonamiento, por descabellado que sea. El votante de centroderecha (la versión moderada, casi inexistente en la izquierda, más furibunda), es más ecuánime, más desapasionado, lo que aporta un equilibrio y un sentido de la justicia que le confieren la capacidad de reflexión necesaria para premiar o castigar a los políticos de turno que le representan. 

Que haya esa contumacia en la incongruencia, en el relato torticero de los hechos, que eximan de responsabilidad a quienes perpetran tantas irresponsabilidades, es una cuestión que se podría dejar en manos de un psicoanalista, o de un comité de gurús especializado en transgresiones políticas. 

La hibris, esa desmesura en la arrogancia y el orgullo cuyo concepto nació en la Antigua Grecia, parece creada a medida para Sánchez. Él pretende transgredir los límites impuestos, desprecia al contrario y nos dirige sin control, porque no es capaz de sujetar sus instintos irracionales, hacia el despeñadero donde embarranca la unidad de España. Cualquiera diría que estamos en manos de un loco, un líder político que aliena a las masas y provoca una honda desazón en el corazón de la cordura. Quizá sea cierta aquella sentencia atribuida a Eurípides: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.