Cápsulas viajeras

Genna. Navidad etíope

Carlos Muñoz González
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Mi llegada a Lalibela fue apoteósica, pues las personas dentro del bus emitían sonidos tribales y rugían sus gargantas al unísono, como en un grito de guerra que celebraba la llegada. Afuera en la calle comenzó a multiplicarse la gente que caminaba por el medio de la carretera, pues una especie de celebración encendía el ánimo de todos. 

El autobús se estacionó en un pequeño descampado situado en la parte baja del pueblo. Al bajarme, ya caída la tarde, me puse en la tarea de buscar alojamiento. Comencé a caminar por una empinada ladera hasta que di con un lugar donde dormir. Era una humilde habitación en una casa de campo con dos camas; apenas salía un chorrito de agua de la ducha y el grifo estaba roto, pero me las apañé como pude. Tiré la mochila en el suelo y me acomodé un ratito a descansar, había transcurrido una completa y dura jornada de viaje. Después de un breve descanso, me di una vuelta por la casa: podía percibir en el ambiente cierto aire místico y festivo, lo podía apreciar en los trajes religiosos que vestían con el diseño de la cruz ortodoxa en sus telas, mantones y gorros, en sus bastones de oración. Además, la sensación de ver llegar más y más peregrinos de todas partes del país me hacía sentir algo profundamente religioso que palpitaba en el corazón del pueblo etíope: era el día víspera de Navidad, la celebración del nacimiento de Jesucristo. De una íntima Navidad en Sudán, había pasado a encontrarme en un lugar lleno de devoción y sagrado para el pueblo etíope, una Navidad más cercana a mi cultura, pero aun así diferente.

Lalibela se encuentra en el corazón de Etiopía y es el lugar de peregrinaje más importante para miles de cristianos ortodoxos etíopes que viajan a pie durante días para llegar a esta ciudad a cumplir promesas y visitar los lugares sagrados. Todo aquello correspondía con el ruido y el jolgorio que había presenciado en el bus cuando llegué a Lalibela: las personas, llenas de fe, se sentían pisando tierra santa. 

En la Iglesia Ortodoxa Etíope se sigue utilizando el antiguo calendario juliano, razón por lo cual existe una diferencia de siete u ocho años menos con el calendario gregoriano y la Navidad o Genna se celebra el 7 de enero, no el 25 de diciembre. O sea que, aunque había pasado unos días atrás las tradicionales fechas en Sudan, un país musulmán, iba a volver a pasarlas en Lalibela. Aquel día me acosté temprano y mientras dormía parecía todo tranquilo, pero unas voces que provenían del exterior me despertaron. No sabía qué sucedía, pero aquello hizo que me levantara de la cama y asomara por la ventana desde donde vi cómo pasaba un grupo de gente en procesión. Sorprendido, pues todavía era de madrugada, abrí la puerta de la casa y salí frente a un descampado. Los etíopes en la noche del nacimiento de Cristo se levantaban para acudir a rezar a la iglesia. Delante de la casa había un camino que subía al monte y fieles con largos palos en cruz de madera, de hierro y una dorada, con velas y biblias en la mano, subían solemnemente hacia la iglesia situada en la zona alta de Lalibela. Los creyentes vestían túnicas blancas y los sacerdotes llevaban mantos ornamentados de diversos colores, como rojo, morado y verde, con coloridas sombrillas bordadas en hilo dorado.

Aquel día no me hizo falta poner el despertador, pues enseguida aclaró. Volví al cuarto, y me quedé unas horas más en la habitación para después subir caminando a conocer la parte alta del pueblo. Cuando llegué el ambiente que se respiraba era de otro tiempo. Una fuerte atmósfera religiosa reinaba en Lalibela. Las calles se teñían de blanco. Ceremonias litúrgicas, plegarias y multitud de fieles sanos y enfermos se congregaban a las puertas de las iglesias. Eran miles de personas ataviadas con telas tradicionales de algodón blanco y brillosas rayas en los extremos llamadas Shamma que usaban como un manto. Los mendigos, sentados por los suelos o arrodillados, de pie cantando, descalzos, con muñones en los dedos, síntomas de gangrena en sus piernas, su mirada hiriente, perdida y con la mano extendida pedían limosna rezando plegarias al cielo. El fervor religioso lo invadía todo. Todo, además era de una colorida viveza: el rojo de la tierra excavada con el verde de las montañas, el blanco de sus hábitos. En los mercados se vendían camisetas con la cruz de Lalibela, collares con cruces latinas y griegas. Algunos ancianos llevaban tatuados en su cuello, barbilla, rostro, brazos y piernas pequeños y grandes crucifijos. La fe se vivía con intensidad. 

Yo no tenía mucho interés en conocer iglesias, aunque había un conjunto de once templos rupestres excavados en la roca basáltica y ocultos en el interior de las montañas. Costaba cincuenta dólares conocer aquel conjunto de iglesias del siglo XII, un precio para turistas más alto que el salario mensual de un etíope. Decidí no pagar la entrada y por ese motivo no fui a visitarlas, pero por suerte caminando sin rumbo por los senderos de Lalibela me encontré con una de ellas. El santuario estaba tallado en un único monolito de roca con forma de cruz bajo el nivel del suelo, hundido en la oquedad de la tierra tenía uno que acercarse para poder verlo. Allí no me encontré con nadie salvo con un monje ortodoxo vestido con una túnica amarilla leyendo El Canon ortodoxo de la Biblia. Al verlo supuse que era el sacerdote que guardaba el templo y fue allí mismo que me di cuenta de que Etiopía no se parecía a ningún otro país conocido por ser una de las naciones más antiguas de África y del mundo. 

Feliz Navidad, próspero año 2024, y felicidad.