Cápsulas viajeras

Florencia

Carlos Muñoz González
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Cuando llegué a Florencia los edificios absorbían la luz del sol, con sus paredes amarillentas, puertas y ventanas antiguas de madera de roble. El cielo se iba aclarando mientras caminaba por las aceras, inmerso en la atmósfera de una ciudad donde, al levantar la vista, destacaban la torre del Palacio Vecchio y la cúpula de ladrillos del Duomo, sobresaliendo por encima de los edificios con techos de terracota roja. Desde lejos, podía ver cómo acariciaban las colinas en la distancia. A medida que caminaba, me di cuenta de que la ciudad era pequeña y perfecta para recorrer a pie. Llegué a la Piazza del Duomo, el centro religioso, después de atravesar varias calles. En ese lugar, los edificios parecían cerrarse sobre mí, absorbiendo todo a su alrededor con su imponente presencia.

Sentí que estaba adentrándome en un laberinto de formas, donde la geometría dominaba el espacio y la luz se filtraba de manera lineal, iluminando el mármol de las fachadas y el suelo en tonos caramelo y miel. La catedral de Santa María del Fiore-Duomo, el Campanile de Giotto y el Battistero di San Giovanni, con sus columnas de piedra gris y paredes revestidas de mármol verde, blanco y rosado, destacaban con cada detalle. Todo el conjunto parecía tridimensional, lleno de líneas, puntos rectos y figuras que resaltaban debido a su geometría y diseño.

Después de unos pasos hacia el sur de la catedral, llegué a la Piazza Central Della Signoria, que presentaba un espacio más amplio. Mi mirada se centró en el Palacio Vecchio y su torre arnolfiana con muros de piedra arenisca, así como en las estatuas alineadas frente a él: Adán y Eva, Hércules y Caco. Al lado, se encontraba la plaza con la fuente de Neptuno. Allí, respiré profundamente bajo la luz del cielo abierto y extendí mi vista hacia la profundidad, observando a la gente pasear sin la confusa perspectiva de la cercana Piazza Duomo. Me senté a descansar en unos bancos de piedra junto al pórtico de la Señoría, donde destacaban las pilastras, los arcos de medio punto y las esculturas renacentistas, como los leones de Medici y Perseo con la cabeza de Medusa. Era inevitable sentirme como en un museo al aire libre, donde todo el arte me transmitía una sensación de perfección y equilibrio entre las formas. 

La huella que Florencia había dejado en mí era reconocer el trabajo de aquellos geniales hombres como Leonardo, Miguel Ángel, Donatello y Botticelli, plasmado en frescos, estatuas y fuentes. Eran seres de carne y hueso que parecían más divinos que los reyes de los imperios.

Después de salir de la plaza, decidí dar un paseo a lo largo del río Arno. Me senté en el muro para relajar los músculos, con la imponente Florencia a mi derecha y a mi izquierda un barrio más antiguo y auténtico, con pequeñas casas donde el Puente Vecchio atravesaba el río en uno de sus puntos. No era un enlace común por el que pasaran vehículos, sino uno exclusivo para peatones. Una estructura de piedra sostenida por tres arcos, con casas habitadas en la parte superior, integradas en la ciudad como un edificio más sobre el agua. Florencia seguía mostrando una figura eterna y romántica. La luz que antes se reflejaba en los mármoles policromados ahora se convertía en un espejo sobre el agua, mientras el cielo se nublaba y los turistas paseaban de un lado a otro, deteniéndose en los bordes de la pasarela para visitar los mercadillos y las tiendas de orfebres y joyeros.