Tomar la palabra

Extimidad

Nicolas_Filgueiras_Gonzalez
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En digerir el mundo comentaba que encarábamos la realidad mediante un rechazo silencioso, y que a esta acción le subyacía una sensación de angustia por la angustia. Finalizaba con un comentario sobre la necesidad de escuchar para volver a usar la voz: ¿Cómo puede ser que estemos en silencio si hablamos más que nunca? ¿Qué significa recuperar la voz? ¿Basta con hablar de lo que nos pasa?

Algunos sociólogos, psicólogos y analistas han hablado en los últimos años sobre la extimidad, un concepto referido al acto voluntario de expresar en público vivencias y pensamientos considerados tradicionalmente como privados. El gesto de la extimidad, esto es, de publicar lo privado, cambia la significación de lo que nos sucede, mutando expectativas propias y ajenas, y otorgando nuevos parámetros a la conversación. Aparentemente, en el momento en el que hablo sobre lo que me pasa en un entorno que no espera tal cosa estoy impulsando el anhelo de transformar ese espacio comunicativo.

La idea habitual de extimidad, en su versión positiva, engancha con la proliferación de espacios en los que expresarnos; y conecta con las demandas de reconocimiento por parte de los grupos sociales subalternos. La extimidad apunta al reconocimiento de la diversidad no solo como valor, sino como hecho. El gesto embellece en la medida en que permite el paso de una identificación negativa a una positiva: mediante la extimidad abro mis condicionantes a los demás para dejar de estar tan condicionado. Pero: ¿Es evidente que las formas de vincularnos digitalmente nos facultan para el ejercicio de la extimidad?

Creo que la forma de vincularnos digitalmente complica el ejercicio de la extimidad. No creo que lo garantice, ni mucho menos que lo facilite. Digamos que, lo que a priori es un inmenso campo de relaciones sociales, se torna en una red hiperexpresiva que complica el encuentro con otros en un sentido fundamental: en que este produzca un cambio en nosotros. Las palabras sobre los que nos pasa en la red no suelen generar una transformación en lo que somos. La autorreferencialidad (que todo empiece y acabe en uno) impide una conversación en la que las partes experimenten una transformación de sus posiciones; y si produce un efecto, este es el de una demarcación prístina en el sujeto sobre lo que es y lo que quiere. 

La extimidad digital es seriada, parcial y episódica. Al carecer de un punto de anclaje, su potencial para cambiar la frontera entre lo propio y lo ajeno se desvanece. Su efecto no es más que el de multiplicar las nociones individuales sobre lo que se debe hablar y lo que no, seriando las posiciones entre las de aquellos que buscan el reconocimiento de sus agravios y el de aquellos que los omiten. Quizás por ello vivimos acompañados por dos sensaciones aparentemente contradictorias: nunca hemos estado tan agotados psíquicamente y nunca se ha hablado tanto de nuestros problemas cotidianos. Quizás el problema no resida en que hablemos (o no), sino en la forma de hacerlo. 

Como vemos, la extimidad no solo pone en la palestra el problema de las fronteras entre lo público y lo privado, o de lo propio y lo ajeno; sino que entronca con nuestra presencia como seres parlantes. La extimidad, entonces, apunta a una relación mucho más fundamental: la que mantenemos con la palabra.

La tradición psicoanalítica puede arrojar algo de luz al asunto. Ella ha puesto el acento en la doble condición de nuestra voz como algo ajeno y propio. Como algo mío que está fuera de mí. Y es que la extimidad fundamental es aquella que se refiere a nuestra voz; aquella que estructura nuestra relación particular con la palabra y el lenguaje, y que nos hace sentir la unión o la separación con las cosas.

En lo referido a la relación entre la palabra y el silencio, Domenico Cosenza ha observado dos vertientes contemporáneas opuestas: el uso de una palabra vacía y estereotipada que sirve para clausurar y anular el silencio; y un silencio que aniquila el espacio de la palabra. El miedo a compartir el silencio y el miedo a tomar la palabra. En el primer caso se pone en juego lo insoportable de la separación; en el segundo una alienación insoportable para el sujeto.

Lacan recuerda en su seminario X La angustia que la voz es un objeto pulsional que puede haberse perdido/separado para el sujeto, resultando algo “extraño aunque íntimo”. La pérdida de la voz es lo que permite al sujeto incorporarla, y dado que esta siempre resuena en el vacío del Otro, no tiene un punto de garantía. Lo comenta Cosenza: “Solo si la voz está separada, sólo si se ha perdido, puede resonar para el sujeto, tomando cuerpo en su experiencia del silencio y de la palabra”.

Que la voz se nos presente como un objeto contingente e indeterminado, esto es, investido libidinalmente y con posibilidad de perderse, es lo que nos permite ahondar en nuestra propia esperanza. Si al silencio y a la palabra subyacen deseos de unión y separación, entonces, quizás no nos quede más opciones que la de tomar la palabra: sumergirnos en una relación procesual e inacabada con nuestra voz, sin esperar de ella ninguna clausura; sino solamente (que no es poca cosa) el pensar los actos de nuestra libertad.

Todos tenemos una canción que nos sabemos de memoria o una primera canción con la que nos sentimos protegidos, acogidos, seguros… como dentro de un iglú. La intensidad de los minutos que dura la canción nos lleva fuera del “tiempo cotidiano, de las horas, de los minutos, de las obligaciones”; y cuándo se acaba, “nos sentimos desamparados, sólos en la estepa, fuera del iglú”, retomando el tiempo de cada día. Eloy Fernández Porta, autor de la canción del iglú que estoy entrecomillando, nos propone pensar esta sensación de unión-separación con las cosas de otro modo: ¿y si podemos oír y escuchar las palabras y las notas alrededor de nosotros? ¿Y si ahí fuera “hay ecos, restos, trozos de esa canción que tanto nos gusta, que tanto significa para nosotros”?. El iglú, en realidad, “no es un lugar tan particular; está en todas partes, estamos rodeados de él”.

Huyamos de la plenitud y extimemos con nuestra voz, las cosas y los otros: el lenguaje es la casa del ser.