Nadando entre medusas

La estupidez no se cura con bicarbonato

En 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano, fue arrestado y encarcelado por la Gestapo. En los años del cautiverio que padeció antes de ser ejecutado, se dedicó a reflexionar sobre la lamentable situación de la sociedad en la que vivía. ¿Cómo es posible, se preguntaba, que un país como Alemania, que había dado al mundo a teólogos como Lutero, músicos como Beethoven, filósofos como Kant, escritores como Goethe, inventores como Gutenberg, físicos como Einstein..., cómo es posible que un país como éste hubiese puesto la alfombra roja del poder a un ser tan monstruoso y despreciable como Hitler?.    

Durante su cautiverio, Bonhoeffer llegó a dos conclusiones: una, que la causa de esta tragedia colectiva era la estupidez humana, y dos, que la estupidez puede ser aún más peligrosa que la maldad. Contra ésta podemos luchar porque es fácil detectar su presencia, pero contra la estupidez estamos indefensos. Y lo más grave, continúa Bonhoeffer, es que la estupidez no puede ser prevenida ni detectada en el espacio y el tiempo, pues no va unida a la cultura ni a las capacidades cognitivas de los ciudadanos. Es decir: uno muy inteligente puede ser extraordinariamente estúpido, y otro muy iletrado puede, sin esfuerzo alguno, ser inmune ante la estupidez. ¿Y cuándo aumenta el riesgo de que caigamos en ella?. Cuando permitimos que, poco a poco, se vaya integrando en nuestras vidas. Por ejemplo, la manera más eficaz de que esto ocurra es identificarnos con un grupo de estúpidos que luche por una noble causa, una que, a pesar de su nobleza, pueda ser lo suficientemente manipulable. Una causa que, debidamente socializada, permita a los individuos ser activistas de su propia estupidez, tras haberla justificado en defensa de una identidad colectiva. De ahí que sea más peligrosa que la maldad. Porque el malo, cuando gobierna, es consciente de todo lo malo que hace, pero los estúpidos que le votan, como son estúpidos, pero no necesariamente malos, son incapaces de detectar su peligrosidad, una sonriente peligrosidad disfrazada casi siempre de esperanza.  

Seguramente, Hitler fuera el más estúpido entre los estúpidos, el más mediocre entre los mediocres, pero sabía algo que tanto los estúpidos como los mediocres desconocían: que la mano que mece la bandera es la mano que mueve el mundo. Principalmente, porque tiene el poder de justificar cualquier guerra. Hitler no era un tipo brillante, pero después de intentar un golpe de Estado fallido, entendió que la mejor manera de destruir una democracia es servirse de ella para llegar al poder, y una vez conseguido, utilizar ese mismo poder para acabar con ella desde dentro. No podía solucionar la gran crisis económica que sufrían los ciudadanos, pero podía curarles el orgullo herido tras haber perdido en la Primera Guerra Mundial. Por eso se sirvió del nacionalismo: para añadir más descontento a la indignación y poder así presentarse luego como el único capaz de contentar al pueblo. Sabía que es más fácil manipular a los ciudadanos a través de sus emociones que a través de su entendimiento, pues el estímulo constante de la hiperemotividad consigue que la reflexión acabe siendo una necesidad secundaria. El nacionalismo señala con el dedo a los ciudadanos y apela a la esencia de su identidad, tanto como a la ausencia de su inteligencia. Así es como consigue anular el pensamiento crítico. Reclama constantemente la soberanía para su nación, con el fin de que los ciudadanos, lentamente, acaben perdiendo su soberanía como pueblo. Y todo, en nombre de la libertad. De esta forma, no es la nación la que crea el nacionalismo: es éste el que, exaltando la nación, crea e impone un nuevo modelo de sociedad. El partido nazi se presentó como el partido de los trabajadores, y Hitler se ofreció para solucionar todos los problemas laborales que la guerra había causado. Pero en vez de invitar a los ciudadanos a que aprendieran la lección y lucharan por la paz, se puso a agitar la bandera y los llevó a todos a luchar en una nueva guerra. El fascismo no es precisamente sutil, pero es lo suficientemente hábil como para disfrazarse de antifascismo, de socialismo, de comunismo o de un capitalismo tan adictivo como para que ninguna sociedad pueda ya vivir sin él.  

Por eso, para entender por qué el nacionalismo puede resultar tan seductor en determinadas épocas, es necesario recordar que nació en la misma que el romanticismo. De ahí que compartan elementos comunes: la exaltación de la fantasía, el rechazo al intelectualismo, el predominio de los sentimientos sobre la razón, y sobre todo el culto al yo y al individualismo. Lo curioso de este último es que el nacionalismo invita a sus ciudadanos a reconocerse diferentes, pero gracias a esta diferencia que les permite sentirse tan únicos, todos acaban convirtiéndose en miembros de un rebaño que, paradójicamente, consigue igualarlos a todos. Y a esta lista de semejanzas, no hay que olvidar la última característica que el nacionalismo comparte con el romanticismo, quizá la más inquietante de todas: su nostalgia por el pasado. Una nostalgia que los ciudadanos, con un presente lleno de desengaños y un futuro vacío de ilusiones, pueden acabar fácilmente idealizando. Excitar el miedo al futuro es la manera más eficaz de justificar la añoranza del pasado. Este es el producto estrella que el nacionalismo pone a la venta cuando llega el Black Friday electoral.  

Hace ya muchos años, tuve la oportunidad de compartir mesa y mantel con un hipnotizador que aún no era famoso. Durante la cena le propuse que demostrara conmigo sus facultades, pero, a pesar de mi entrega, fue un intento vano. Sin embargo, terminados ya los postres, convocó a una docena de personas para que salieran con él a un improvisado escenario. Y en esta ocasión, logró hipnotizarlas a todas. Y si no las hipnotizó, al menos consiguió que hicieran todas las payasadas que él les ordenó. “¿Por qué has logrado con ellas lo que no pudiste conmigo?”, le pregunté más tarde, cuando nos fuimos de copas. Entonces él, ya con un whisky en la mano, me explicó: “Cualquier hipnotizador profesional sabe que es más fácil hipnotizar a doce personas, que a una sola. Cuando las subo todas juntas al escenario, elijo a las que se van a entregar desde el primer momento, es decir: las más sugestionables. Y aunque ellas no lo sepan, son las que se van a encargar de hipnotizar al resto. Pues ya sabes que una fantasía, si es compartida por muchos, tiene más posibilidades de ser aceptada como una realidad. Créeme: yo no anulo su voluntad. Son sus deseos de protagonismo los que anulan su sentido del ridículo. Por eso, cuando consigo que una parte del público se deje arrastrar por la otra, a partir de aquí, amigo mío, el espectáculo está garantizado”.