Al hilo de las tablas

Escribir de toros

A la hora de estrenarme como columnista en este medio, lo hago con un encargo total y absolutamente claro: escribir de toros. Lo hago con gusto y atrevimiento, ya que la tauromaquia es una de las realidades que más me apasionan.  Para mi escribir de toros es juntar palabras, hablando de personas y animales, de libertad, de entrega, de sacrificios, de gloria, de fracasos, de realizaciones personales y sobre todo de respeto, de muchísimo respeto. 

La tauromaquia vive la apasionante encrucijada de respetar tantas sensibilidades, que en este momento no comulgan con ella. Serán la integridad del toro, la pureza del rito, el cuidado de todos los detalles de su rica liturgia y una explícita postura dialogante hacia lo opuesto; los principales pilares que sigan sustentando a la tauromaquia, en estos tiempos en que el progreso estriba en convivir, buscando la pluralidad. Lejos de replegarse buscando exclusivismos. 

Escribir de toros es vivir la tradición, acogiendo el legado esencial que hemos recibido de poner en escena la verdad de la vida y la muerte, y ofrecerlo en los términos y por los cauces que la actualidad pone a nuestro alcance.  Pues la tauromaquia solo pervive si va avalada por la verdad. Y no en vano es la   única representación simbólico- artística donde se muere de verdad. 

En estos tiempos en que la antropología actual, encuentra no pocas dificultades para encajar la muerte en el entramado humano, la tauromaquia es el único complejo alegórico- simbólico en el que vida y muerte se pongan en juego de forma explícita y veraz.  Pues no olvidemos, que, si no hay muerte, no hay vida; ya que solo, lo que puede morir está dotado de vida propia, alejándose de la artificialidad, que de manera tan furibunda nos acecha.

Escribir de toros, más que enseñar, es contemplar con asombro la manera de hacer fácil, lo difícil, allí donde conviven inteligencia, facultades físicas, capacidad artística y esa gracia de la que sólo están dotados los elegidos. Pues tanto matadores, como los miembros de sus cuadrillas y resto de personajes que se mueven en torno al toro, son verdaderamente, seres especialmente vocacionados para algo especialmente grandioso. No están llamados, de forma exclusiva a matar o morir, ni mucho menos. Están llamados a generar cultura, eso es, cultivar la sabiduría allí donde tantas cuestiones, que se pueden volver definitivas e irreversibles, de un momento para otro.  

El toreo es una imperfecta conjunción de valores –pues lo perfecto no existe– donde sobresale elegancia estética, cuidado físico, valor sereno, profesionalidad, compañerismo… Andar en torero por la vida es hacer una manifestación no forzada de todas estas eternas cualidades. 

Andan en torero no solo las figuras o los matadores de toros, sino cualquier partícipe activo de la tauromaquia, no por el postureo o las formas externas, sino por el compromiso y el sacrificio con los valores antes mencionados. Es muy a tener en cuenta la torería hecha dignidad y el respeto hecho arte en muchos profesionales del toro.

Asimismo, hemos de tener en cuenta que una característica imprescindible de cualquier aficionado que se precie, es la total y absoluta dosis de admiración y respeto a los profesionales del toreo, en todas sus facetas y rangos, pise el suelo que pise u ocupe el puesto que ocupe. 

Al toreo, como tantas cosas en la vida, lo hace grande la ilusión, la constancia y el sacrificio de las personas que vuelcan su vida en él, independientemente del sector al que pertenezcan o las cuotas de éxito que hayan alcanzado. Solo desde la vivencia y el desarrollo de su intrahistoria, el toreo tiene importancia y verdad, haciendo que su posible éxito goce de la solidez que todas las realidades necesitan.

En el arte de la tauromaquia tienen infinita importancia las condiciones físicas, personales y psicológicas que las persona atesoran en su ADN. A partir de ahí, cuenta el imprescindible aprendizaje que permite desarrollar y expresar las facultades innatas de cada individuo. Esto sucede para casi todo en la vida, pero para el arte de Cúchares, de una manera determinante. 

Prueba de ello es que al hombre esculpido por los vientos de un arte que hace derramar sangre se le llama maestro, por la sencilla razón de que la sabiduría macerada en el tiempo se transmite en el mínimo lance. Se le llama maestro porque no solo posee una sabiduría, también la da, la enseña, pues en esta vida, para dar algo, antes hay que tenerlo.

Si la vida de las personas es una continua forja en la que el fuego, el yunque y el martillo dan forma a cada existencia, en función de las condiciones que presente la aleación de nuestra personalidad, la del torero lo es de forma determinante. Y siempre contando con que sople el viento de la suerte. Todo eso es escribir de toros.