Cápsulas viajeras

Entierro celestial

Lintang está situada a 4000 metros de altitud, es una de las ciudades más altas del mundo. Y es tan duro y rocoso su terreno que los muertos no se entierran.

En el pequeño hotel que me hospedé, un hijo y su madre hablaban en tibetano. De vez en cuando me sentaba junto al niño para jugar un rato. Él gesticulaba haciéndose el muerto y simulaba también ser un ave que volaba. Intentaba explicarme algo. Por curiosidad pregunté a su mamá qué significaban aquellos gestos tan expresivos que hacía. Ella cogió su teléfono e hizo una llamada, enseguida apareció en el hotel un hombre, que llevaba puesto un sombrero de ala ancha y su cabello largo recogido con una cinta roja. Aquella reunión que tuvimos no se trataba de un encuentro cualquiera, había que tener un poco de sangre fría para decidir presenciar aquello que me estaban proponiendo. Era algo difícil de digerir para mí, pero allí era algo normal.

A la mañana siguiente, el hombre vino a buscarme a la habitación y me acompañó hasta el valle de la montaña. Cuando una persona en el Tíbet fallece, un maestro o guía espiritual recita oraciones y prácticas, pasajes del Bardo Thorel o Libro Tibetano de los Muertos. Todo esto ayuda a liberar al difunto de su karma negativo, acompañando el ascenso del alma hacia los diferentes niveles de bardos o estados intermedios entre la muerte y la próxima encarnación. Una vez concluido todo este ritual, el cuerpo es trasladado al lugar del funeral, generalmente en lo alto de una montaña. Cuando llegué a la ladera, al amanecer, había varios coches aparcados. Vi alguna que otra persona afuera y permanecí dentro del vehículo por un rato. Mi compañero salió del coche y me invitó a seguirlo. Cuando me acerqué al lugar ceremonial vi expuestos en lo alto de la montaña unos bultos, que bajaban envueltos en sus mortajas. Eran cadáveres humanos. Sacaron el cuerpo muerto de un anciano que yacía desnudo en el suelo. Lo sujetaron con una cuerda a un palo clavado en la tierra y se comenzó a ejecutar la disección del cadáver. El hombre o sacerdote encargado de hacerlo iba protegido con un mandil de plástico igual que el de un carnicero. Cogió un cuchillo afilado y comenzó a cortar el cuero cabelludo, luego la piel de su rostro, después los brazos y seguido sus genitales y piernas. Cuando había descarnado todo el cuerpo, sacó un hacha para descuartizar y seccionar su carne en trocitos, que iba triturando y apilando a su lado. Machacaba a golpes el cráneo y los huesos, que a su vez iba mezclando con tsampa (harina de cebada, trigo y arroz), elemento esencial de los rituales tibetanos. Fue ofrecido como alimento a los buitres carroñeros, que se lanzaron sobre el cadáver y que no tardaron en devorarlo todo. Ofrecer el cuerpo a las aves era señal de la liberación del alma y de su seguro camino en el más allá. La sustancia del difunto entonces, fue devuelta a la naturaleza. Se considera mal augurio si los buitres no comen todo, así que aquel día la suerte estuvo del lado de aquel anciano, porque había sido devorado completamente por los buitres. Era una manera de ver la fortuna del muerto, según fuera el apetito del buitre. 

El olor a muerte se expandía por la montaña. Sin embargo, no fue macabro para mí. La natural serenidad de los tibetanos me permitió sentir que en el fondo no había allí nada escandaloso, no sentían estupor, lo hacían de manera natural. Además, pude ver al buitre sin el habitual prejuicio occidental: ya no era simplemente un animal carroñero asociado con malos augurios, sino el ave sagrada que conserva el equilibrio entre la vida y la muerte. Los parientes más cercanos no estaban presenciando aquella ceremonia directamente, pero sí algunos allegados que colocaron una lápida en el lugar del festín, junto a los buitres.