Diario de a bordo

El genocidio

En octubre de 1492, una vez finalizada la guerra de Granada, Cristóbal Colón descubre un nuevo continente. Con este trascendental hecho la corona de Castilla inicia un largo camino en tierras americanas que conducirán a la creación del Imperio Español, convirtiendo a España en una potencia territorial nunca vista que se extenderá prácticamente hasta finales del siglo XIX. Castilla, según se va realizando la conquista, irá exportando sus estructuras a la América Hispana dotándola de capacidad ejecutiva, legislativa y judicial, algo nunca visto antes ni después en ningún imperio de los llamados coloniales, en un proceso de asimilación que debía respetar la idiosincrasia de las poblaciones autóctonas.

Ya Isabel ‘La Católica’ había prohibido taxativamente la esclavitud indígena exigiendo que los ‘indios’ fuesen tratados y considerados como súbditos libres de la Corona e iguales jurídicamente a los españoles de la metrópoli. Las ‘Ordenanzas para el tratamiento de los indios’ o ‘Leyes de Burgos’ fueron firmadas en dicha ciudad por el rey Católico en 1512 adelantándose más de cuatro siglos a la ‘Declaración de los Derechos Humanos’. Dichas leyes fueron renovadas en 1542 por Carlos I en las "Leyes Nuevas": “…ordenanzas nuevamente hechas por su Magestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios…”. ‘Las Leyes de Indias´, auténtico monumento jurídico de reglamentación, colocaron a los indígenas en un plano de igualdad desconocido y no practicado por otras potencias, lo que testimonia sin ambages el afán civilizador de España que se manifestó además en el bautizo como ‘Nueva España’ de uno de los virreinatos más importantes -si no el que más- de los establecidos en el continente. Dichas leyes se preocuparon de crear hospitales y de la prevención en el trabajo; fijaron la jornada de ocho horas y la remuneración salarial para los indios con el obligado descanso dominical; prohibieron portar a cuestas pesos excesivos; protegieron la infancia abandonada con la creación de hospicios y escuelas; recomendaron la existencia en las minas de médicos y maestros y organizaron una primigenia ‘seguridad social’ para enfermos y ancianos de la comunidades vernáculas. La colonización fue legitimada por nuestros reyes al serles ‘encargada’ por Roma la evangelización de los nuevos territorios mediante las Bulas de Donación redactadas por Alejandro VI entre mayo y septiembre de 1493. 

Dicha legitimación utilizada para una expansión territorial fue ampliamente discutida por la Escuela de Salamanca en la denominada ‘Junta de Valladolid’, pues España fue la única nación europea en que un importante grupo de intelectuales, teólogos y juristas -Domingo de Soto, Melchor Cano, Bartolomé Carranza, Bartolomé de las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda- se planteó la legitimidad de la conquista americana analizada con anterioridad por Francisco de Vitoria, quien negó que las Bulas de Donación validasen el dominio de las tierras descubiertas como también el poder absoluto de Carlos I o la obligatoria conversión y sometimiento de los indios, pues para el dominico eran seres independientes, libres y legítimos dueños de sus propiedades, no llevando los españoles al llegar a aquellos territorios ningún título que legitimase la ocupación de unas tierras que ya tenían dueño. 

En cuatro décadas unos millares de hombres de muy distinta condición recorrieron el inmenso continente; descubrieron, navegaron y remontaron temibles e inacabables ríos; atravesaron enormes desiertos y franquearon imponentes cordilleras; se extraviaron por selvas impenetrables sucumbiendo muchos ante su peligrosa desmesura; conquistaron y sometieron grandes imperios con la imprescindible ayuda de miles de indígenas que, esclavizados y aherrojados por los aztecas o el Incario, encontraron en los españoles a quienes podrían protegerlos frente a aquellos tratándoles como seres humanos; fundaron centenares de ciudades, hospitales, escuelas, conventos, monasterios y universidades donde eran admitidos sin ningún tipo de exclusión indios, mestizos, criollos y españoles, dando origen a un élite intelectual reflejo de la existente en la Corte de las Españas, estableciendo por más de cuatro siglos la dominación española en la casi totalidad del continente, desde la Tierra de Fuego hasta Alaska.

Y junto a la conquista, la evangelización. Millares de religiosos, perecidos muchos en el martirio y pertenecientes en su mayoría al clero regular, se lanzaron a la empresa de la fe, compartieron la vida y costumbres de sus catecúmenos, se esforzaron por conocer la cultura precolombina de aquellos pueblos, aprendieron trabajosamente sus lenguas para así poder explicar el Evangelio y en su meticuloso afán por dotarlas de regulación, en ellas publicaron todo tipo de escritos -obras de preceptiva, vocabularios, diccionarios- dotando a la lengua ‘náhuatl’ de un alfabeto latino basado en la ortografía castellana, publicando el primer diccionario ‘quechua’ en 1560 y creando posteriormente la cátedra de dicha lengua en la universidad de Lima, todo ello muestra del respeto por las hablas vernáculas. 

La lengua española y el Cristianismo fueron ingredientes fundamentales para la cohesión de cientos de tribus enfrentadas secularmente entre sí -con un sinfín de parlas, lenguas, dialectos y doctrinas-, el aglutinador necesario para que todo ese inmenso territorio viviese en paz, se entendiese en una sola lengua y adorase a un solo Dios. Algo que caracteriza a la conquista española y aporta un dato más sobre la ‘españolización’ -europeización- de aquellas tierras es la identificación del Nuevo Mundo con la nación descubridora, la designación como provincias, que no colonias, a los nuevos territorios, la absoluta implantación de una manera de ser, de una civilización que se manifiesta en todo: organización social, política, administrativa, económica, religiosa, cultural y lo más ‘inaudito’: la ‘hermanación’ con el indígena que culmina en la mezcla de sangres y la aparición del mestizaje, es decir, la Hispanidad.

Nuestros ignaros gobernantes, genuflexos ante el más palmario desconocimiento o entregados a la más abyecta falacia, se sienten obligados a pedir perdón por el terrible genocidio y depredador ‘colonialismo’ anteriormente explicado. Se avergüenzan de nuestra historia y aprovechan su actual intento de desmembración nacional para al mismo tiempo tildar de ignominiosa y olvidable la epopeya americana, una de las más gloriosas páginas de nuestra Historia, tergiversando y omitiendo con vileza lo que ocurrió en realidad.

Uno de los numerosos viajeros ingleses que visitaron durante el siglo XVIII la América Hispana, anunció a una esclarecida audiencia entre los que se encontraban muy conspicuos socios de la ‘Royal Society’: “En mis viajes por el inabarcable imperio español he quedado admirado de cómo los españoles tratan a los indios, como a semejantes, incluso formando familias mestizas y creando para ellas hospitales y universidades, he conocido alcaldes y obispos indígenas y hasta militares, lo que redunda en la paz social, bienestar y felicidad general que ya quisiéramos para nosotros en los territorios que con tanto esfuerzo, les vamos arrebatando. Parece que las nieblas londinenses nos nublan el corazón y el entendimiento, mientras que la claridad de la soleada España les hace ver y oír mejor a Dios. Sus señorías deberían considerar la política de despoblación y exterminio ya que a todas luces la fe y la inteligencia españolas están construyendo, no como nosotros un imperio de muerte, sino una sociedad civilizada que finalmente terminará por imponerse como mandato divino. España es la sabia Grecia, la imperial Roma, Inglaterra el corsario turco”

Ojo al dato, señor Urtasun, preclaro descolonizador.