Nadando entre medusas

El ciberfeudalismo

Es un día cualquiera. Te levantas por la mañana. Enciendes el teléfono móvil y a pesar de que tienes todas las notificaciones bloqueadas, el fabricante sigue enviándote mensajes: uno fijo, que ocupa una parte de la pantalla y que no te da la posibilidad de borrar, y luego otros que aparecen y desaparecen insistentemente a lo largo del día. Luego enciendes la grabadora y recibes otro mensaje diciéndote que tienes que compartir todas tus grabaciones en una cosa que el fabricante llama la “Nube”. Lleva meses insistiendo. Pero ahora ya no te lo pide: ahora te lo exige. Y lo hace bajo coacción, pues cuando no le das a “Aceptar", te das cuenta que te ha bloqueado el acceso a todas tus grabaciones. A partir de aquí, no sólo no puedes hacer ninguna nueva, sino que además no puedes acceder a las que tenías guardadas. No tienes posibilidad de decir que no: sólo tienes la opción de obedecer. Es la trampa que venía oculta cuando aceptaste la instalación del último virus. Perdón: de la última actualización. 

Luego suena el teléfono y en la pantalla ves otro mensaje: “¿Es esto una empresa?”, se atreve a preguntarte alguien que no sabes quién es. Pero él sabe perfectamente quién eres tú. Y se cree con derecho a controlar todas tus llamadas (algo que en una democracia sólo puede hacer la policía con autorización judicial). Luego enciendes el ordenador portátil y antes de que puedas acceder al escritorio, el señor feudal del sistema operativo te dice “Un momento”, y luego añade: "Terminemos de configurar tu dispositivo”. Entonces te dice, entre otras cosas, que le des tu número de teléfono, “Porque nos importa tu seguridad". Todo esto para permitirte que enciendas el ordenador y te pongas a trabajar. Luego, el señor feudal que ha diseñado el sistema operativo, sólo te da dos opciones para dejarte tranquilo. Una: "Aceptar”, y dos "Recordármelo en tres días”. Y aunque tú no quieres que te lo recuerde, en contra de tu voluntad tienes que darle al botón “Aceptar”. Conclusión: te ha obligado a hacer algo que no querías, y lo ha conseguido impidiéndote hacer lo que querías, que no era otra cosa que encender el ordenador de tu propiedad. Lleva meses presionándote y lo seguirá haciendo en los siguientes, hasta que te sometas a sus exigencias. Una táctica que recuerda de forma escalofriante a la de los acosadores sexuales: "¿Quieres cenar esta noche conmigo, bonita?”. “No, gracias.". "¿Y mañana?”. "No, gracias". "¿Y comer: quieres comer hoy conmigo?”. "No, gracias". “¿Y mañana: quieres comer conmigo mañana?”. "No, gracias.". "Bueno, pues ya te volveré a preguntar cuando llegue el fin de semana, porque seguro que habrás cambiado de opinión.". 

He aquí la estrategia típica del acosador: jamás aceptar un no por respuesta. Mientras la víctima no acceda, la vigilará y la acosará. Y si el baboso se mueve en el terreno laboral, la extorsionará con cualquier excusa, en cualquier esquina, aprovechando cualquier ocasión para demostrarle su superioridad. Lo mismo que hacen cada día fabricantes de móviles, propietarios de redes sociales, de sistemas operativos, de televisiones, de aplicaciones, de navegadores... Pero esta obediencia que ellos nos imponen, no sólo significa perder cada día un poco más de privacidad. Para el usuario, significa perder cada día un poco más de dignidad y también de seguridad. Porque los señores del ciberfeudalismo, como buenos acosadores, son insaciables. Además, tienen las leyes (o la falta de ellas) a su favor. Y si sobrepasan los pocos límites que tienen, entonces pagan unas multas lo suficientemente ridículas como para seguir delinquiendo alegremente. Pues saben que, aunque sus delitos perjudiquen a miles de millones de personas cada día, no irán a prisión.  

Lo inquietante es que su tamaño y su poder han ido creciendo en la misma proporción que lo ha hecho nuestra vulnerabilidad. Porque ahora, los nuevos señores feudales ya no sólo exigen su derecho a espiarnos las veinticuatro horas del día para poder vender toda nuestra vida al mejor postor. No. Ahora, cuando encendemos nuestro aparatos, para que éstos puedan funcionar, ya han empezado a exigir que compartamos toda nuestra información en la “Nube”. Es decir: en ese territorio donde ellos son los señores absolutos y nosotros los vasallos permanentes. Ya no se conforman con espiar los lugares que nosotros visitamos en Internet. Ahora exigen que compartamos con ellos y con millones de desconocidos todos, absolutamente todos, los archivos que tengamos en nuestros teléfonos y ordenadores. Es decir: fotos nuestras, de nuestros hijos (sin importar que sean menores de edad), nuestras facturas, contratos, billetes de viaje, escrituras, documentos judiciales, seguros, declaraciones de Hacienda, historiales médicos... Ahora quieren saberlo todo, para subastarlo todo. Y todo, según ellos, “Para mejorar nuestra experiencia y garantizar nuestra seguridad”. 

De esta forma, completamente engañados, confiados y sometidos, quieren que les regalemos “voluntariamente” toda esta información personal. Una información ultrasensible sobre la que perderemos todos nuestros derechos una vez que la compartamos en eso que ellos llaman la “Nube". Es decir: su dominio, su feudo, su reino. Primero, intentarán conseguirlo por las buenas, insistiéndonos en sus ventajas. Y si no aceptamos, entonces nos obligarán a aceptarlas por las malas, impidiéndonos un uso normal de nuestros aparatos, como algunos ya han empezado a hacer. No les importa que éstos sean de nuestra propiedad. Para ellos, el negocio no está solamente en vendernos el dispositivo. Lo que multiplica sus beneficios y consolida su régimen dictatorial es usar cada día el sistema operativo como un sistema de vigilancia continua, diseñado para interactuar constantemente con nosotros aunque nosotros no queramos, y para controlar nuestras vidas hasta el más mínimo detalle. Algo semejante a las pulseras telemáticas que llevan los presos en libertad vigilada. Los señores del ciberfeudalismo saben que la información personal es el oro del siglo XXI, y cuanto más confidencial, más delicada y más comprometida sea, más quilates valdrá. Por eso, sus sistemas operativos se actualizan cada día para elevar el nivel de presión, justificar el de persecución, mejorar el de coacción y legitimar el de extorsión. Sistemas operativos que permiten a estos codiciosos señores elevar cada día el nivel de abuso hasta hacerlo no solamente imperceptible, sino también socialmente aceptable. Su estrategia está basada en la progresividad. Es decir: que nos vayamos acostumbrando un poco más cada día, para conseguir de nuestra parte una pasividad fácilmente domesticable. Una docilidad que normalice nuestra mansedumbre con un fin:  conseguir que nuestra percepción ante al peligro disminuya hasta lograr niveles de absoluta indefensión. Es la manera más eficaz de homogeneizar nuestra servidumbre: “¿Si lo aceptan los demás, por qué no lo voy a aceptar yo?”. Este es el objetivo diario del ciberfeudalismo: que normalicemos lo anormal, justifiquemos lo injustificable, cotidianicemos lo inmoral y vanalicemos lo que debería ser intocable. 

Pero no nos engañemos: el propósito de los nuevos señores feudales no es sólo crear un nuevo modelo de negocio a nivel planetario. Es imponer por la fuerza una nueva cultura tecnológica y un nuevo modelo de sociedad piramidal, basado en la estrategia de estar presentes en nuestras vidas a cualquier hora del día o de la noche, y con un mensaje muy simple: “Aceptar, aceptar y aceptar”, para convertir a los usuarios, poco a poco, en adictos, y a los ciudadanos, sin que se den cuenta, en esclavos. Esta es su guerra diaria contra miles de millones de personas (de todas las edades) y la están ganando sin disparar un solo tiro, mientras los gobernantes que deberían proteger nuestros derechos, miran para otro lado. El ciberfeudalismo está conquistando cada día un territorio que no se mide por metros cuadrados, sino por seres humanos. Es la globalización de la tiranía más ambiciosa, más eficaz y más sofisticada.

La guerra más invisible, más silenciosa y más invasiva, de toda la historia de la humanidad.