Tomar la palabra

Digerir el mundo

La televisión informa del bombardeo de Gaza por parte del gobierno israelí, de cómo el cambio climático arremete brutalmente contra los más vulnerables, y de las últimas y más recientes declaraciones de un famoso. El presente no es esperanzador y cuesta pensar en que llegarán tiempos mejores. El clima anímico rezuma a cinismo, indiferencia y apatía, y yo, como muchos ciudadanos de mi país, no soy una excepción al mismo: las palabras están divorciadas de las cosas, los fenómenos se nos presentan como simulaciones, y nuestras vidas están demasiado separadas como para pensar en vínculos, uniones o realidades. El panorama embrutece y cuesta distinguir lo deseable en nuestro mundo. Entre tanto, cabe hacerse algunas preguntas, y a mí se me ha ocurrido esta: ¿Cómo digerimos este mundo? 

Se me ocurre una respuesta que en absoluto pretendo que cierre la explicación: digerimos el mundo mediante el rechazo. La trama del mundo, llena de horrores y de belleza, de experiencias significativas, sentidos y vacíos, se digiere rechazándola. Y es que las cosas, en tanto que implican negatividades, tensiones y resistencias, no están llamadas a reafirmarnos. Por eso creo que el embrutecimiento con el que vivimos, el negarnos a hilar las cosas y las palabras, de alguna forma nos protege de las mismas; como si de una ilusión de comodidad se tratase.

El psicoanalista italiano Domenico Cosenza nos ofrece algunas interpretaciones sobre el rechazo encuadrándolo en lo que denomina la nueva época de lo inconsciente. Para este el rechazo no sólo es una demanda muda, algo así como una petición encubierta tras decir que no, sino que también es una forma de defensa extrema frente a lo real de la castración; esto es, frente al vacío, la incompletitud, la falta. El rechazo sería una forma de protegernos de lo angustioso de la vida, y es que, en buena medida, nuestras subjetividades están volcadas en evitar el horror en el corazón del saber, disponiéndonos a rechazar aquello que no sabemos. 

Cosenza comenta que este rechazo encarna un goce real sin sentido que no permite un cuestionamiento enigmático entre quienes lo experimentamos. Digamos que si optamos (inconscientemente) por el rechazo es porque este nos alivia en un sentido muy concreto: evita que nos preguntemos algo que nos divida. El rechazo nos promete esquivar lo que Zizek ha denominado como nuestro estatuto histérico.

Las preguntas nos histerizan: nos parten en (como mínimo) dos y nos hacen dudar. Producen incomodidad, quiebran el presentismo y nos hacen revisar el pasado. Con ellas sentimos arrepentimiento y remordimiento. Sartre decía que “el remordimiento me disocia de mi propio pasado, de mis propias acciones pasadas, mientras que el miedo al remordimiento me impide tomar cualquier medida vinculante para el futuro de la que pudiera arrepentirme”. Frente a la condena de la angustia, lo aparentemente liberador del rechazo es la falta de compromiso y el abandono de la responsabilidad.

Nos hemos acostumbrado a sentir una silenciosa angustia por la angustia. Silencio frente a la sucesión de imágenes y declaraciones en televisión, el ruido y la acumulación de cosas, o frente a la brevedad y repetición de los shorts en Youtube, Instagram y Tik Tok.  Aún así, conviene indicar que estar en silencio no es lo mismo que estar callado. La nuestra es una época hipercomunicativa que ha multiplicado la cantidad de información y dispositivos a nuestro alcance; nunca nos ha resultado tan accesible “expresar” nuestra personalidad, esa identidad con la que abrimos y cerramos los días. 

Con el silencio nos aferramos pertinazmente al Yo y nos evitamos el pasaje por la intimidad interior de la clase media. Evitamos la angustia y nos agarramos a la sartreana ilusión de Ser, a nuestra disponibilidad inmediata. La versión positiva de esta acción es la constitución del Yo contemporáneo, cuya racionalidad describía así Fedric Jameson: “en el intento de mantenerme libre de todo aquello que pudiera surgir, atesoro mi presente como un avaro, temiendo despilfarrarlo, por si acaso lo necesitase en el futuro”.

Dado que nos hemos cubierto de disponibilidad e inmediatez para arrinconar nuestros miedos, hoy toca localizar nuestra voz en el futuro. Y es que en medio de la indiferencia generalizada frente a un genocidio televisado, conviene recordar el descubrimiento freudiano: no somos ni objetos que podamos conocer mediante la mirada ni una espacialidad que pueda ser vista; sino que somos un logos que puede ser escuchado. Apostemos por otras formas de digerir el mundo: escuchemos para recuperar la voz.