Proserpina

Ciria. Pintor de la memoria

Aquel niño, apodado como «el españolito» durante los primeros años de su vida, nació en Manchester a principios de los sesenta del pasado siglo. Era uno de esos chiquillos tan inquietos que los adultos no dudaban en tildar como «malo»; sus continuas travesuras podrían llenar páginas. Muy pronto, su padre se dió cuenta de que el único modo de que estuviera tranquilo sería dándole lápices y papel.

Una mañana escolar la maestra pidió a sus alumnos que hicieran un dibujo. «El españolito» tenía solo seis años cuando dibujó aquel elefante aterrorizado, caído en una trampa, junto a un tigre en actitud de defensa. Poco después de haberlo entregado, descubrió desilusionado que todos los trabajos de sus compañeros estaban expuestos en el tablón de corcho junto a la pizarra, excepto el suyo. «¿No le había gustado a la profesora?» «¿Se le habría perdido?» Desde luego, no iba a quedarse con las ganas de saberlo.

    —¿No has visto tu dibujo? —le respondió con otra pregunta la maestra —Es precioso, Jose Manuel. ¡Muy bien! —le dio un toquecito en el hombro, giró la cabeza y le indicó con un gesto que mirara en aquella dirección:

Su ilustración era la única colgada en la pared de enfrente.

En aquel momento, Jose Manuel Ciria supo que algo muy importante había sucedido. Se le había abierto la puerta del mundo al que pertenecía.

Los Ciria decidieron regresar a Madrid cuando su hijo tenía ocho años, pasando a ser “el inglesito” en el Colegio Nuestra Señora de la Merced. Allí, el profesor Don Carlos descubrió enseguida las aptitudes artísticas de aquel alumno y dado que no tenían libros de religión, le encargó dibujar el pasaje de la Biblia que tocara estudiar cada semana, en la pizarra de las cuatro clases. Le otorgó total libertad, es decir, podía plasmar las cosas que iban más allá de lo que veía  y así como al principio las ilustraciones comenzaron siendo pequeñas, terminaron abarcando todo el encerado. Un ejemplo fue El milagro del pan y de los peces, que él dibujó con todo tipo de hogazas, bollos y tortas junto a una gran variedad de pescados, gambas y pulpos. Para aquel muchacho fue el comienzo del camino de su propia invención y el gusto por los formatos de gran tamaño.

Hacia 1976 comenzó a acudir al Círculo de Bellas Artes para dibujar modelos del natural, y sería a mediados de los ochenta cuando su interés pasó de lo académico, a una pintura abstracta y métodos de azar controlado. Iba a producirse su Big Bang, pues a partir de entonces los horizontes de este artista plástico no han dejado de expandirse. Ciria dio un giro hacia el interior, se alejó de la representación de una realidad objetiva para expresar impresiones y sensaciones no objetivas. La esencia mayor del Arte es el misterio que provoca que cada contemplación sea única. 

Alfred North Whitehead escribió que «el estilo sin fuerza carece de presencia» . Pues bien, la fuerza expresiva de Ciria va a dotar siempre a su abstracción de una turbadora presencia.“Ciria no es un artista silencioso”, declara Julio César Abad. “Su obra ha venido manifestando una marcada pulsión por excitar una respuesta activa en un eventual espectador; una respuesta, ora reflexiva, ora emotiva”. Sus piezas son una metáfora de la fragilidad, de lo inestable, del tránsito; el residuo y el proceso. La obra inacabable. El tiempo detenido. 

Ángel Antonio Herrera afirmó que «Ciria tiene la clave escasa y suprema del gran creador: el verbo distinto y el universo propio». El azar fluirá bajo una estrategia de control sobre soportes muchas de las veces en proceso de transformación, lonas de viejos toldos marcados ya con manchas, accidentes que el paso del tiempo ha ido dejando en ellas. Por lo tanto, en las telas de Ciria existen superposiciones de capas, procesos de sedimentación y sobre todo, inscripciones.

El disfraz, la ocultación, enmascarar o enmascararse, el dolor…

Su inquietud sobre el tiempo implica también su interés por la memoria, siempre subjetiva, poliédrica y vidriosa. “Somos lo que somos, lo que creemos ser y lo que los demás conciben de nosotros”, dice el pintor.  

Carlos Delgado escribió que «todo lo que sucede dentro del plano pictórico de Ciria será el equivalente a una puesta en escena donde el tiempo de la representación aún no ha acabado». Y esto es precisamente lo mágico; la sientes viva. Es muy difícil que algo no se te mueva por dentro al contemplar su obra cuajada de oquedades y delgadas membranas, como un tejido celular. «Ciria introduce en sus telas una suerte de hormigueo, un movimiento intersticial, en la sustancia misma de la pintura”, dice también Guillermo Solana.

Ciria es uno de nuestros pintores con mayor proyección internacional. Es mucho lo que se ha escrito sobre él acerca de sus innumerables exposiciones por medio mundo, obras inspiradas y ejecutadas en las diferentes ciudades donde ha vivido: París, Roma, Tel-Aviv, Nueva York, Berlín, Londres y Madrid. Piezas monumentales que, como dice Fernando Castro, “producen en el espectador el efecto del desasosiego”, y de algunas de las cuales podemos disfrutar actualmente  en el Museo La Neomudejar y Espacio Zapadores, en Madrid, y en las instalaciones de Bodegas Portia, diseñadas por Norman Foster en La Ribera del Duero.

Yo te animo, lector, a que entres en el interior de esas manchas policromáticas y descubras la fragilidad de ese cuerpo que parece dinamizado por luces y sombras en constante batalla. A sentir la tensión de la asimetría en sus tramas y redes. A sumergirte en la magia de sus manchas plácidas o violentas, quebradas o fluidas, de colores cálidos: amarillos, ocres y bermellón profundo mezclados con negro. Que sientas la lascivia de sus naranjas y rojos encendidos con toques morbosos de blanco y negro. Déjate llevar por ese chorretón que se proyecta más allá del soporte donde el pigmento, el óleo, el agua y determinados componentes ácidos se retuercen y abren caminos. Experimenta la deconstrucción de la estructura interna de la imagen, de los autómatas andróginos malevicheanos de un artista llamado Ciria investigador de Uccello y Giotto. 

Te animo a todo eso y puede que no experimentes nada. Pero también puede sucederte lo mismo que a mí, que te invada una especie de síndrome de Stendhal y rompas a llorar frente a una de sus piezas.