Cápsulas viajeras

Un capricho llamado sabiduría

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Ni las ruinas ni los viejos monasterios me impresionaron al llegar a Birmania: fue su atmósfera la que me atrapó. Por alguna razón, al bajarme del avión, pensé que ese sería mi destino de iluminación, ese encuentro interior que tanto necesitaba para despejar brumas y responder preguntas cuestionables. Por eso, apenas pude recorrí caminos y atravesé campos entre los cuales se asomaban pagodas y viejos monasterios; donde bueyes y campesinos araban y sembraban la tierra. Era un espectáculo nuevo ante mis ojos, lugares apacibles, que parecían no pertenecer a este atribulado mundo. 

Finalmente llegué a la pequeña ciudad de Amarapura, donde todos sus habitantes conocían la ubicación del monasterio de Mahagandayon; conocido por su estricta adherencia al Vinaya, el código monástico budista y el cual alberga a monjes que meditan en el bosque. Un portón delimitaba la propiedad y desde ahí podían verse las casas donde vivían y estudiaban los monjes. Tras acercarme a un gran salón que tenía la puerta abierta, un estudiante salió enseguida a recibirme:

—¿Qué buscas? —me preguntó.

—Quiero hablar con tu maestro —respondí. 

—Lo llamaré. 

Después de esperar un momento, el maestro apareció. Vestía una túnica de tela roja y tenía el pelo rasurado y un rostro redondo e inalterable que denotaba una vida disciplinada; un ser de luz.

—Yo soy el tutor. ¿Necesitas ayuda?   

—Sí, quiero aprender sus doctrinas. 

—¿Por qué?

—Me gustaría encontrar alguna respuesta, quiero ver la vida de otra manera.

—¿Qué vienes a buscar?

—Conocimiento y sabiduría —contesté. 

El monje no pudo contenerse y sonrió discretamente, conservando en su rostro el moderado pudor de una vida bien dirigida. Me miraba incrédulo y afable, sin evitar sorprenderse ante la novedad de mi vacilante presencia. Yo me sentía tranquilo a pesar de la incomodidad: ver la naturalidad de una sonrisa en el rostro imperturbable de un sabio me daba la sensación de haber cumplido mi propósito. Pero ambos sabíamos, en el fondo, que nuestras vidas eran muy diferentes. Yo era un viajero y él, un monje sedentario. Hasta allí me había llevado la curiosidad, no la vocación, y él lo sabía. Esa era la causa de su noble sonrisa, el reconocimiento de la distancia. Sin embargo, no sé si por la imprudente necesidad de huir de la tensión o por el deseo de encontrar lo que no me correspondía, mi boca se abrió:

—Quiero ser un monje —le dije.

—Está bien. Tienes que sacar un permiso del gobierno. Solo así podrás incorporarte a nuestro monasterio —dijo el tutor.

Sus palabras resonaban huecas en el aire. Yo lo miraba distraído, y sin encontrar nada mejor qué decirle, le respondí:

—Muchas gracias. 

—Está bien. Buen viaje. 

“Buen viaje”, eso fue todo lo que me dijo. Aquel hombre sabía que yo no volvería.  Mientras tanto lo miraba y su honda serenidad acentuaba mi vergüenza. Entendí que no todos están preparados para alcanzar la sabiduría y que mi anhelo súbito de ser monje era un capricho. No buscaría una respuesta en el ascetismo, encierro o renunciación. Algo me impedía hacer parte de ese claro misterio que se daba a mi alrededor. Un límite se imponía entre mi mirada, ese hombre y los casi mil monjes, con sus hábitos y cuencos en la mano, que se acercaban sincronizados en fila india para recibir su comida diaria. Esa forma de vida tan seductoramente armónica era también radicalmente opuesta a mi necesidad de viajar. 

No iba a quedarme allí, pero era imposible dejar de admirar con cierta nostalgia el tácito murmullo de los monjes. Allí, entre ellos, la sabiduría era la fuente común que propiciaba un ambiente de reposo y secreto fervor. Sin embargo, como si hubiera entre nosotros una espesa barrera invisible, lo esencial de esas vidas me excluía, tal vez porque ella, la verdad, al buscarla, escapaba de mi deseo.