Nadando entre medusas

Burbujas en el cielo

José Escuder
photo_camera José Escuder

“Hemos de acabar con la monarquía, por la misma razón que hemos de acabar con la Navidad”, ha dicho una tertuliana en televisión. De acuerdo, es una opinión respetable. Lo que sucede es que la respetabilidad debe ir siempre acompañada de la coherencia, sobre todo cuando es la credibilidad lo que está en juego. Pues todo el que no quiera celebrar la Navidad, lo que debe hacer es ir a trabajar los días festivos, o pedir que se los descuenten del sueldo si decide quedarse en casa brindando por aquello en lo que no cree, o peor aún: por aquello que le gustaría prohibir. Y si además es verdaderamente republicano, por favor: que se cuide mucho de hacer o aceptar un solo regalo el día de Reyes. También debería exigir una reducción en su nómina si no va a trabajar cualquier santo que sea festivo, cualquier día de la Constitución, y por supuesto: todos los días de Semana Santa si tiene la costumbre de ir a esquiar, como hacen los niños pijos. Pues en caso contrario, y con toda la razón, le pueden acusar de hacer una demagogia dirigida a los demabobos, y de una pantomima dedicada a los pantomemos.

Pero si nosotros afirmáramos que declaraciones como ésta nos sorprenden, seríamos igual de hipócritas que ellos, porque a estas alturas del vodevil, inquietar, nos pueden inquietar mucho, pero sorprender, no nos sorprenden nada. Ya estamos habituados a la hipocresía de esa izquierda a la que los medios de comunicación no se atreven a llamar extrema, porque tanto ellos como sus tertulianos, están los suficientemente subvencionados como para intentar convencernos de que los únicos extremos que deben aterrorizarnos vienen siempre de la derecha. Y eso, aunque la violencia organizada que vemos desde hace décadas en las calles esté monopolizada y exaltada por esa romántica izquierda, cuyas posiciones, ellos, se niegan a definir como extremas. Porque a este tipo de izquierda le gusta tanto perseguir, tanto amenazar, tanto prohibir, tanto castigar y tanto reprimir, que incluso sus propios votantes tienen serias dificultades para poder verla como una alternativa a esa ultraderecha contra la que dicen luchar. Esa que debería denunciarles por plagio continuado, pues la extrema izquierda ha copiado descaradamente su odio, su prepotencia, su falsificación de la historia y esa continua justificación de la violencia con la que pretende blanquear su innovador totalitarismo. En democracia, la realidad puede, y debe, admitir todo tipo de interpretaciones. Pero con una condición: que dicha realidad sea aceptada como punto común de referencia. Pues quien llama blanco a lo que es negro y viceversa, en vez de ayudarnos a ver la vida de color rosa, nos puede obligar a todos a vestir de color fucsia. Ya que no está interpretando la realidad: la está ultraprocesando, como se hace con esos alimentos industriales que los expertos en nutrición llaman comida basura.

Hablamos de esta izquierda extrema que asegura, con razón, que la educación es la mejor manera de luchar contra la esclavitud, pero que luego, en nombre de ella, quiere ir arrinconando progresivamente asignaturas como la filosofía o la religión, alegando, por ejemplo, que ésta debería ser reducida al ámbito doméstico. Quizá no sabe, o pero aún: no quiere que los demás nos enteremos, de que una cosa es la fe personal, decisión que pertenece a la esfera de lo privado, y otra la cultura religiosa, un conocimiento al que todo alumno debería tener acceso, porque a ningún ser humano se le puede prohibir el derecho a reflexionar sobre su propia existencia. Una existencia sobre la que podrá interesarse gracias a la filosofía, y una esperanza sobre la que podrá sostenerse, gracias a la religión. Por eso resulta paradójico que todos ésos que dicen luchar por los derechos básicos de los ciudadanos, se empeñen en marginar el más básico de todos los derechos: el derecho a la trascendencia. Principalmente, porque la única certeza que los humanos tenemos en esta vida, es que es precisamente nuestra vida lo que un día vamos a perder. Gracias a la filosofía podemos dudar de lo que muchos dan por sentado, y gracias a la religión podemos dar a nuestra vida un sentido. La religión no nos protege de la muerte, pero nos recuerda que aunque todos estemos destinados a morir, no todos estamos condenados a desaparecer. Fe y razón pueden caminar juntas, pues la fe nos puede ayudar a librarnos de falsas filosofías, como la razón nos puede servir para denunciar los abusos de ciertas teologías. 

Los filósofos de la antigua Grecia no eran sólo maestros de la razón: sus alumnos los consideraban maestros de vida, porque eran lo suficientemente coherentes como para vivir de acuerdo a su pensamiento. Un concepto de la ejemplaridad totalmente impensable en la mayoría de políticos actuales, tanto los que navegan a babor como a estribor. Por eso, en aquella época, dado que no había periódicos subvencionados, los filósofos buscaban el conocimiento que la razón te da, en vez de esa información que te da siempre la razón. Pues un gobierno que regala el dinero de los ciudadanos a un periódico, no está subvencionando a la prensa: está comprando su libertad, para que esos ciudadanos consuman luego la opinión, creyendo que están comprando la actualidad. Porque la libertad no consiste en decir siempre lo que uno piensa, sino en pensar siempre lo que uno dice, principalmente para no confundir la libertad de expresión con la libertad de agresión. Por eso, los filósofos siempre se han servido de la razón para protegerse incluso de las trampas que nuestra propia razón nos tiende en el camino del conocimiento. Pues si la razón no está al servicio de la justicia y la verdad al de la libertad, ambas pueden acabar siendo las más tóxicas de las mentiras. Es lo que nos ha demostrado la historia: que cualquier creencia que vaya en contra de la ciencia, en nombre de la fe acabará sustituyendo a la inteligencia. De ahí que no todas las filosofías sean recomendables, ni todas las religiones verdaderas. Y menos aún sus representantes, cuando tienen un concepto de la ejemplaridad parecido al de la extrema izquierda. La religión se convierte en el opio del pueblo, cuando la política se convierte en el placebo de la esperanza. Y toda doctrina que para escapar del odio ofrece terror, más que un consuelo es una amenaza, ya que la resignación que pide, en vez de aportar alivio, exige sumisión. Por eso deberían reflexionar quienes creen que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Pues quienes así piensan, cuando alguien les pregunta qué es lo contrario del odio, curiosamente, no dudan en responder que el amor. Por tanto, si A no es lo contrario de B, sino C, deberían plantearse cómo es posible que B pueda ser lo contrario de A. 

En cualquier caso, lo que muy pocos se atreven a discutir hoy, es que si hay un claro antónimo del odio, es precisamente la Navidad. Y en los próximos días, cuando nos reunamos en familia, mientras la política nos ofrecerá unos temas para discutir acaloradamente, la filosofía nos dará otros para evitar que acabemos batiéndonos en duelo. Pero si esta Navidad falta algún ser querido, sólo la religión nos ofrecerá la esperanza de poder reencontrarnos con él algún día.

Para seguir brindando juntos en el cielo.