Diario de a bordo

Aquél Madrid

Deambulaba el otro día por mi ciudad, por los barrios del primigenio Madrid como un paseante en corte, un ocioso ‘flâneur’, sin casi reconocer los lugares que durante algún tiempo fueron objeto de caminatas de juventud, cuando uno abandonaba momentáneamente sus reales y se aventuraba por barriadas distantes, por distritos desconocidos, por el alma central del Foro,  aledaños de la plazas de Tirso de Molina y  Mayor, por calles de curiosos nombres que aludían a personajes y oficios de antaño, tan olvidados en la actualidad: Juanelo, Relatores, Sombrerete, Abades, Cabestreros, Salitre, Factor, Hileras… 

 Algo había en todos esos espacios, en esas rúas añejas,  que pareciendo las mismas de entonces eran muy distintas. Echaba en falta tanto la peculiaridad de sus olores y colores como los antiguos comercios y bazares que poblaron sus travesías; las tiendas de ultramarinos, de ‘coloniales’, donde las múltiples especias al aire libre concedían al recinto una cierta fragancia exótica y oriental; las oscuras tabernas adornadas por enormes tinajas de color granate con sus brillantes barras de  latón, siempre aromadas por los dulces efluvios del Valdepeñas, de los licores caseros, del artesano vermú de grifo; las cordelerías, alpargaterías y cesterías con su penetrante olor a cáñamo; los chiscones donde el zapatero remendón oficiaba a la vista de todo el mundo, embutido en su mandil de cuero, sobado por el uso y teñido de betunes y tinturas; las pescaderías con el género prácticamente en la acera, descansando los peces en cajas de tabla sobre caballetes, cubiertos por fragmentos de hielo y hojas de helecho para conservar el frío; las droguerías que exhibían sus largos mostradores de madera tras los cuales se alzaba un cosmos multicolor de anaqueles y cajones que guardaban celosamente todo género de productos, algunos herméticos e inaccesibles para el común,  dispensados por consumidos dependientes en grises guardapolvos; las tenerías desprendiendo su acre perfume a cuero; los humosos billares donde un público desocupado observaba a los jugadores durante toda una mañana ante la desvaída mirada del empleado… 

 Evidentemente nada de todo aquello ha desaparecido, pues siguen existiendo pescaderías, tabernas y tiendas de comestibles, pero ya no son comparables. La diversidad de antes se ha tornado ahora en una similitud común que anula la identidad que tenían los antiguos comercios y en general la vida del día a día. En la actualidad todo se mide por el mismo rasero, en todos los establecimientos se pueden adquirir las mismas cosas y de manera análoga. Aquél Madrid artesano y menestral, con su propia personalidad, hace tiempo que dejó de existir. Ahora todo está cortado por el mismo patrón, se ha creado un modelo estándar que hay que seguir a rajatabla. Y no soy enemigo de las ventajas que puedan ocasionar los necesarios cambios que se van produciendo con el tiempo, sino que echo de menos el carácter y la particularidad que antaño habitaban en aquél Madrid.

 Los restaurantes fríos e impersonales de comida rápida, de comida basura, han hecho desaparecer casi por completo las cordiales y hogareñas casas de comida que se titulaban con el nombre del fundador -‘Casa Cirilo’, ‘Casa Paco’, ‘Casa Lucía’- o con el lugar de origen -`La salmantina’, ‘La cordobesa’, ‘El guipuzcoano’-, pasando de generación en generación. Tabernas, comedores y comercios donde reinaba la familiaridad, donde tenderos y clientes se conocían ‘de toda la vida’ porque el barrio les unía indefectiblemente, esos barrios que han expirado engullidos por una globalización cultural que ha hecho de la homogeneización un modo de vida que atenta y acaba con el costumbrismo y los valores tradicionales

 Las tabernas han mudado en ‘gastrobares’ y los ultramarinos en hipermercados, enormes superficies que generalmente son bautizadas con el nombre de la multinacional a las que pertenecen. Los cines de barrio, aquellos maravillosos lugares donde podías pasarte horas en el bucle de la ‘sesión continua’, han sido colonizados por entidades bancarias u oficinas de toda ralea. Nos han arrebatado parte de nuestra juventud. Cines como el Salamanca, el Narváez, el Ibiza, el Benlliure o el Jorge Juan, por citar sólo algunos de los que frecuenté, forman parte indeleble de nuestra memoria. A ellos acudíamos con la novia o los amigos los domingos o los  jueves por la tarde, que no había ‘cole’; eran lugares esenciales de cita, de encuentro, nos pertenecían como nos pertenecía la calle, nuestra calle, nuestro barrio. 

¿Dónde están los cafés que tanto prestigio e identidad otorgaron a la ciudad? Y no hay que remontarse a los tiempos de la ‘Fontana de Oro’ y el Madrid galdosiano, que también. Yo he tomado el aperitivo y tenido tertulia en el ‘León de Oro’, transmutado en un impersonal ‘Vips’; en el ‘Café de la Montaña’, antes ‘Imperial’, su tertuliano don Ramón María del Valle Inclán perdió el brazo, motivo suficiente para haberle concedido el título de intocable; el ‘Comercial’ mantiene su nombre pero su interior poco tiene que ver con aquél que protagonizó un chotis en los años 30 del pasado siglo: ‘Quiere usted tomar/un café rico,/venga al Comercial/que es exquisito. El ‘Colonial’ junto a la Puerta del Sol, que tuvo por clientes a Darío, Trotsky, Borges o ‘La Chelito’, es hoy el pasaje de la Caja de Ahorros.

Las tertulias que mañana, tarde y noche se producían en el café ‘Gijón’, donde podías encontrar en cualquier momento tanto a Camilo José Cela o a Gerardo Diego, como a Francisco Rabal o Fernando Fernán Gómez, han dejado de existir porque el café, el ‘Gran Café de Gijón’ no es ya lo que era y ha perdido toda su personalidad. Aún recuerdo en el vecino ‘Teide’, desgraciadamente inexistente,  la figura mañanera y atildada de nuestro penúltimo ‘dandy’ -el último fue Umbral- César González Ruano. Al asténico gran César, de fino bigote, cabello engominado, largos dedos de fumador teñidos de nicotina a pesar de la boquilla y terno de sastrería, se le podía allí encontrar, estilográfica en mano,  todas las mañanas sentado en una de las primeras mesas escribiendo su artículo diario, siempre acompañado de un café negro bien cargado, que podría leerse al día siguiente en el ABC.


Sí, tal vez hoy me he levantado sentimental y romántico, pero hago míos los versos de Manrique: ‘…como a nuestro parecer,/cualquiera tiempo pasado fue mejor…’. Por lo menos en lo que respecta a lo anteriormente explicado.

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